Techos altísimos, muros desiertos, una escalera que se intuye interminable... Me sucede con ciertos sueños que despierto en el momento más inadecuado. Y después quiero volver a dormir, y a soñar, para saber cómo continuaba aquello; pero muy rara vez lo logro. En esos casos el sueño sigue dando vueltas, empecinadamente, durante días, en mi mente (a veces también en otros lados, según lo que haya soñado). Pero jamás logro avanzar más allá del punto preciso del despertar.
Me habían invitado a un concierto. Al llegar, en el hall de acceso del lugar me recibe un joven, cuya función parece estar a medio camino entre un agente de seguridad y uno de prensa. Se muestra amable y me indica que suba a la sala, que queda en el piso quince del edificio. Que allí me recibirá una compañera suya. Que la reconoceré por la etiqueta en su uniforme. La arquitectura es magnífica, opulenta, como un palacio de principios de siglo XX. El joven de prensa o de seguridad me indica con un gesto el ascensor, cuyas puertas se abren en ese preciso momento. Se trata de un ascensor espacioso, acorde a la magnificencia del edificio, con rejas exteriores y decoraciones barrocas llenas de dorados, pero está colmado de gente. Un par de personas me hacen un lugar, logro acomodarme y enseguida comenzamos a subir. Una mujer pide permiso para pasar. Tardo un poco en comprender que hay otra puerta, en el otro extremo del ascensor. Le digo que también yo voy a bajar, pero igual se pone delante, como si no me hubiese escuchado. Al llegar al piso quince, el ascensor se detiene, pero la puerta que se abre, a mis espaldas, es la misma por la cual ingresé. Le aviso a la mujer: "La puerta para bajar al final está de este lado", pero no me hace caso. Noto que los ocupantes del ascensor han abierto frente a mí una especie de pasillo, como invitándome a que avance. Todo sucede con mucha lentitud. Veo el espacio que se extiende más allá de la puerta del ascensor. Voy hacia allí. En cuanto salgo, escucho que detrás de mí la otra puerta, esa que sin haber dicho palabra ha escogido la mujer, también se abre. Es en ese momento cuando temo haber tomado una decisión apresurada. Apresurada e incorrecta. Entiendo que aquella mujer acaso ha acertado y que, en mi decisión de bajar del ascensor por la primera puerta, yo he cometido un error. ¿Acaso un grave error? La acción está como congelada y en realidad tendría tiempo para regresar sobre mis pasos, volver al ascensor, cruzar otra vez el pasillo abierto entre la gente y salir de nuevo, esta vez por el acceso del lado contrario; pero no atino a hacerlo. Finalmente, el ascensor cierra sus puertas y desaparece, continuando su marcha hacia pisos superiores. De este lado, del lado en el cual he quedado varado, no hay nada. Solamente una escalera descendente, que gira hacia un recodo, y que adivino interminable. Intuyo que no tiene sentido esperar por otro ascensor. Que por alguna razón no habrá ningún otro: el que me tocaba a mí ya ha partido. Pero no me atrevo a aventurarme en el giro de la escalera, en el misterio de sus peldaños, que adivino que no conducen a ninguna parte. En ese momento me despierto, pero no logro sacar de mi cabeza ese misterio, esa imagen, esa sensación de estar extraviado en un espacio sin salidas ni sentido.
Apenas terminó de resonar esta última palabra, todo se apagó. En una resolución dramáticamente teatral, todo fue de repente oscuridad y silencio, y mis ojos abiertos, en medio de la noche, acostado en la cama, como si mi propio sueño hubiese dependido de aquella energía que acababa de interrumpirse de repente del otro lado, en el marco de aquellas imaginaciones, en el mundo de lo onírico.
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