Hay gente que se dedica a contar historias. Del mismo modo en que hay quienes se dedican a volcar sus ideas, más o menos lúcidas, en blogs parecidos a éste. Pero quien más, quien menos, todas las personas ceden en algún momento a la recurrente tentación de contarle a otras, que oficiarán de testigos, diferentes relatos, en los cuales cada uno de estos narradores ocupará, muchas veces secretamente, el lugar de los protagonistas principales.
Cada tanto tenemos esta necesidad: la de contar una historia que nos describa. Compartimos así con el mundo nuestras angustias, nuestros temores más íntimos, nuestras frustraciones y nuestras esperanzas. Plasmando nuestros deseos en palabras, lo que pretendemos es convertirlos en algo tangible. Convirtiendo nuestros miedos en palabras, lo que pretendemos es exorcisarlos.
Sucede algo interesante: durante todo el tiempo en que estamos contando estas historias, la realidad y la ficción en cierto punto se confunden. Experimentamos una miseriosa satisfacción cuando el personaje del relato que narramos, o el de la historia que nos es narrada, que en definitiva es otra forma de lo mismo, consigue por ejemplo besar a la chica de sus sueños, como si el logro fuese nuestro. Del mismo modo, la angustia que nos carcomía antes de que la historia fuese puesta en juego parece desvanecerse, como por arte de magia. Y es que durante la vigencia del relato, quien está triste, angustiado, frustrado, no es el narrador, sino el personaje.
Para eso es que contamos historias, que en el fondo siempre son nuestras propias historias: para sentirnos mejor. En tanto dura el relato la angustia desaparece, o por lo menos se transfiere a ese personaje imaginario que somos nosotros mismos reflejados en el espejo del lenguaje. También nos regodeamos con los logros de ese ser ficticio, que sin embargo es al mismo tiempo una expresión de nosotros mismos. En ciertas ocasiones estas dos dimensiones se confunden de un modo tal que el narrador ya no sabe quién es él realmente, y quien el personaje de su relato. Narrador y personaje, personaje y narrador, ambos se confunden; los límites entre uno y otro se difuminan por completo. Algunos consideran esto como una patología. Otros ven en lo mismo una manifestación poética.
Alguna vez uno de los más grandes poetas y músicos argentinos, Gustavo Cuchi Leguizamón, compuso una zamba a la que tituló Me voy quedando ciego. Al Cuchi le habian diagnosticado cataratas. Y durante un tiempo llegó a perder la vista, hasta que una milagrosa operación logró revertir el proceso. Fue un tiempo antes de esta operación que el Cuchi compuso esta zamba. Y cuando más tarde la tocara en público, humildemente explicaría su cometido: "Una vez me tocó quedarme ciego, mientras esperaba la operación de cataratas que me hicieron después. Por supuesto, andaba yo más triste que perro que perdió el dueño. Y se me ocurrió componer esta zamba. Para que fuese la zamba la que anduviera triste, y no yo."
Por todas estas cosas es que uno cuenta y se cuenta historias. Todos lo hacemos. La diferencia es que algunos logran separar mejor la ficción de la realidad. Los otros son los locos. Y los poetas. A veces, como si de un narrador y sus personajes se tratara, resulta definitivamente muy difícil distinguir a unos de otros.
miércoles, enero 05, 2011
Historias como espejos
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1 comentario:
Lo escribió el Cuchi Leguizamón (no fue un error el presentarlo como poeta y músico):
Me voy quedando ciego
la luz titila en mis huesos,
sólo la noche derrama
su esperanza en el silencio,
dorado, herido
por lunas que pasan cantando.
Me voy quedando solo
lejos del cielo y el tiempo,
entre huellas desoladas
sin mujeres y sin perros
que huelen los rastros
por donde transitan los sueños.
A veces no sé quién soy,
la lanza de mi silbido
va alborotando recuerdos
desenredando caminos,
mientras mi risa
cae en el abismo.
Me voy quedando huraño
embalsamando destinos.
No me arrepiento de nada
el bien y el mal son olvidos,
estuches del aire que guardan
la pena y el grito.
Me voy quedando libre
sin arribos ni regresos.
Está sobrando el alma
para cantarle a los huesos,
curiosos de rumbos
que linden sabores eternos.
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