Cada vez que comienza un nuevo año, plantearse proyectos y buenas intenciones resulta una costumbre casi inevitable. Por más que uno pretenda mantenerse al margen de semejante tentación ella aparece, tal vez como un reflejo del entusiasmo general. Más allá, ni hace falta decirlo, de que el referido entusiasmo suele ser tan general como inconstante, de que del dicho al hecho hay largo trecho, y de que solamente el tiempo podrá decidir más tarde si tantas buenas intenciones habrán de quedar o no en ser algo más que eso.
Lo cierto es que me he propuesto para este año dedicarle un poco más de tiempo a la actividad de escribir. ¿Escribir qué? Eso no lo tengo todavía del todo claro. Siempre hay cartas pendientes, reflexiones que es necesario materializar de algún modo (para el caso de que las palabras sean algo material), pensamientos de otras personas con los que uno se topa y de los cuales conviene llevar registro (que no se debe confiar nunca demasiado en la memoria). Pero es posible que esta cuestión ni siquiera interese tanto. El que las frases, los temas, los argumentos, vayan surgiendo por sí solos, parece ser parte del desafío. Hay otra pregunta cuya respuesta podría acaso tener mayor interés: ¿escribir para qué? Nótese que ni siquiera se plantea la tradicional cuestión del para quién se escribe, que dejamos pendiente para otra ocasión, sino la utilidad, la finalidad misma del acto de la escritura.
Escribir. ¿Para qué? Ciertamente no será con un fin meramente distractivo. Tampoco será para obtener fama, ni para impresionar a ninguna persona. Tal vez podría justificar este acto como una ingenua tentativa por dejar detrás de mí una huella, pero es probable que semejante pretensión no tenga demasiado sustento. En este punto la tentación de preguntarnos para qué escriben quienes han hecho de la escritura un modo de vida es grande, pero en este caso sí lograremos resistirnos. No se trata de los demás, sino de este caso en particular. Entonces termino por confesarme que en el fondo de esta práctica hay un intento por aferrarme a una lucidez que reconozco, de un tiempo a esta parte, cada vez más elusiva.
No obstante la verdad de esto que acabo de escribir, me siento en la obligación de aclarar que ello no implica necesariamente un deterioro progresivo de mis facultades. Tal vez se trate, de hecho, precisamente de lo contrario. La lucidez siempre ha sido algo elusivo. Y no puede ser sino un rasgo de lucidez el darnos debida cuenta de ello.
lunes, enero 03, 2011
La elusiva lucidez
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