martes, enero 07, 2014

Carta a una mujer imaginaria

Es como te decía el otro día, el amor, el sexo, son apenas estrategias propias de la naturaleza para que el ser humano no se extinga. Conocemos a la persona que nos parece adecuada, por lo general sin que sepamos cómo ni porqué sucede, y de repente nos enamoramos, o nos vienen ganas de coger, esa palabrita molesta que nos revela en nuestra condición animal, pero todo es nada más que porque de eso que nos impulsa a la cópula se desprende a la larga la reproducción de la especie. Es propiamente una cuestión de químicas. Pero también es cierto que nosotros, pobres mortales, estamos atravesados por estas sensaciones. Y entonces no tiene ningún sentido relativizar sus efectos o su incidencia. Ponele que el amor sea ficticio, y seguro que lo es, en el sentido de que jamás llegamos a conocer realmente a la otra persona, esa de la cual nos enamoramos. Ponele que eso sea cierto. Y que las pasiones propias del sexo sean nada más que el resultado de una serie de procesos resumibles en términos de hormonas, enzimas y demás. Todo eso está muy bien, lo comprendo perfectamente, pero de ningún modo podría ser calificado de ficticio eso que cada uno de los amantes siente cuando piensa en el otro, cuando está con el otro, la emoción de los cuerpos entrelazados, las salivas que se mezclan en una sola, las lenguas que se confunden al punto de ya no saberse si pertenecen a esta boca o aquella, los pies descalzos, las piernas desnudas que se enredan, los sexos que se humedecen y reclaman, la piel y las manos de uno y de otro, un cuerpo que se arquea al ritmo exacto, pero ya no son dos cuerpos, sino uno solo, yo en vos, vos en mí, así parecen decirse los amantes, los límites se han disuelto en un gemido que tanto puede ser de uno como del otro o de ambos. ¿Acaso podríamos sostener que todo esto es ficticio? Que sea el resultado del engaño que vos quieras. Dejame morir engañado en esa breve lucha de los cuerpos que se aman. Dejame desear que ese instante maravilloso, milagroso, sea para siempre. O que no pudiendo serlo sea al menos repetido tantas veces como necesitemos para escapar por un rato de la muerte.

Creo que de esto se trata, finalmente. Al estar juntos, los amantes suspenden por un rato su condición de mortales; dejan de lado sus limitaciones, sus identidades, sus prejuicios, sus penurias. ¿A quién le importa que en el trasfondo de todo esto objetivamente se imponga una ficción? ¿No sucede acaso esto mismo con la poesía? ¿Qué hay detrás de ese conjunto de palabras capaces de conmover el alma de las personas sensibles? ¿Y con la música? ¿Cómo podría una simple secuencia de sonidos ordenados según ciertos parámetros despertar una emoción incontenible al ser escuchada en momentos determinados? Somos parte de estas ficciones, llevamos dentro de nosotros mismos la capacidad para reconocer estas formas de la poesía y conmovernos con ellas. Las necesitamos, para seguir vivos. Y fijate si no lo que me pasó ayer mismo, cuando terminó mi jornada de trabajo, me subí a mi auto, arranqué rumbo a mi casa, encendí la radio. Comenzó a sonar la Balada para piano Nº 1 de Federico Chopin. Nada sorprendente, dado que yo mismo la había programado unos días antes. Pero de repente no pude contener algo que me nacía muy desde adentro, una especie de nudo que se desataba de una manera tan misteriosa como inevitable, y entonces me largué a llorar como una criatura. Yo no sé si lo que me pasó fue la belleza de esa música. O acaso la evidencia de la inevitabilidad del ser. O tal vez fue que me sentí jodidamente solo. Mucho más solo cuando esa música que sonaba en ese instante era tan bella, y yo sin poder decirle a nadie “escuchá qué hermoso, decime si esto no justifica el hecho de estar vivos, por lo menos este rato, mientras la música dure”, pero yo estaba solo, y así, en medio de esa soledad, esa belleza parecía no tener sentido. Terminó la Balada, pero yo ya estaba desatado, desnudo, desangelado. Así que seguí llorando un rato más, solo adentro de mi auto, detenido a un costado de la calle, diciéndome que no era posible tener la sensibilidad así, tan a flor de piel, qué vergüenza, un hombre grande. Y volví a pensar en vos. No porque esté enamorado, porque de hecho los dos sabemos que sos nada más que una ficción, una idea que nace y muere en mi mente. Pero sí porque me di cuenta de que estoy necesitando esa poesía ausente que resultaría indispensable para que todo lo demás no duela tanto, para poder ser el que cuide y cure y contenga, tanto como el que sea cuidado, contenido y curado, para poder compartir horas de amor y de belleza y de todo lo que nos pudiera hacer bien a ambos, en el momento que fuera, y para volver a encontrarle un sentido posible a esta colección imprecisa de instantes fugaces que es lo que solemos llamar vida, y que finalmente pasa tan rápido. Es verdaderamente una pena que no estés, que no existas.

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