miércoles, enero 01, 2014

Autobiografía, Capítulo I

En este primer día del año, que recibo solo con mi alma, y por lo tanto melancólico y meditabundo, intento comprender algunas cosas. Porque no me resigno, y porque además sé que hay personas que en menor o mayor medida me aprecian que no terminan de comprender, tampoco ellas, por qué razón aparente pareciera yo empecinarme en no ser feliz, como si ser feliz fuese una cuestión de decisiones, y lo peor de todo es que resulta muy probable que en el fondo así lo sea. Y entonces me pregunto, pero ya no estoy hablando solamente de mí mismo, por qué razón hay personas a las cuales la felicidad pareciera costarles tanto. Y escribo así, en tercera persona, por una cuestión de estilo, pero ya he dicho que también estoy reflexionando sobre mí mismo. Varios seres concurren ahora a mi mente. Pienso en mi tía Mabel, por ejemplo; siempre intento tenerla presente como ejemplo del error, puesto que de nada le sirvió haberse quitado la vida, triste joven adolescente desesperada, acosada por quién sabe qué demonios, más que para malograr las posibilidades que le ofrecía una vida entera por delante, con sus tristezas y dolores incluidos, porque también me digo esto: que el dolor certifica que estamos todavía vivos, y entonces es algo bueno, por más que no sea tan bueno como la alegría. Pienso también en Borges, y eso que decía, que de joven había pensado en el suicidio, pero que a la larga había llegado a la conclusión de que no valía la pena, porque el tiempo se encargaría de suicidarlo, ahorrándole el trabajo. Pienso en Harry Haller, el personaje de Hermann Hesse, probablemente autobiográfico en alguna medida, la coincidencia en las iniciales dice algo al respecto, que enseña que el verdadero suicida por lo general no se mata por mano propia, y que quien sí lo hace con frecuencia no es un suicida auténtico, sino alguien que ha extraviado el rumbo, porque quien está decidido a quitarse la vida bien puede darse el lujo de esperar a ver qué es lo que le trae el día de mañana, pues ningún mal puede afectar realmente a quien ya está jugado, y paradójicamente el lobo estepario vive así más profunda e intensamente que el común de los mortales. Pero no es el suicidio lo que me interesa, sino la angustia que determina que algunas personas terminen desembocando en él. Pienso en Alfonsina Storni, pienso en Alejandra Pizarnik, pienso en Violeta Parra, que escribió ese glorioso himno de alabanza que es Gracias a la vida sólo para quitarse la vida de un balazo un breve tiempo más tarde. ¿Cuál es el factor que determina que estas personas terminaran sucumbiendo ante la angustia, teniendo todas ellas, como tenían, un espíritu lleno de magia, energía y poesía? ¿Cómo es posible pasar de "Gracias a la vida, que me ha dado tanto" y sin escalas a descerrajarse un tiro en la cabeza a los 49 años? Hay como cierto empecinamiento, es verdad, pero también una extraña lucidez que termina oscureciendo la naturaleza de estos seres. Debo reconocer que alguna vez consideré seriamente la posibilidad de quitarme la vida, pero ahora estoy en esa etapa posterior de pensar que el tiempo se encargará del asunto, mal que me pese. Y mientras tanto quiero vivir, pero es entonces la angustia de no saber cómo hacerlo lo que me traba. Quiero de repente tener algún dato más sobre Violeta Parra y busco. Encuentro una biografía, firmada por Mónica Echeverría, y leo lo siguiente: “Ella se enamoraba todo el tiempo. Era una mujer que no podía vivir sin amor. Hay dos cosas sin las que Violeta no podía pasar el tiempo: sin cantar y sin un hombre a su lado haciéndole el amor. Las noches debía pasarlas con ese hombre, atrincada y apretujada a él.” Fue por amor, precisamente (mejor dicho: por desamor, que es la otra cara del asunto) que Violeta decidió terminar con su vida. Y entonces esto me lleva a pensar en la cuestión de las soledades, que son las que tantas veces convocan a la desesperación en las noches oscuras. ¿No es acaso la soledad también uno de los temas recurrentes en la poesía de Pizarnik? Pienso en lo absurdo de la cuestión: la gente ama la poesía de Alejandra, o las canciones de Violeta, pero instintivamente rechazan a los seres que tienen una sensibilidad acorde a las tempestades que dieron origen a sus respectivas obras. Pienso de nuevo en la soledad, como una posible clave para comprender la angustia, esa necesidad de compartir determinadas sensaciones con un otro, de verse espejado para poder existir, que lleva a su vez a la necesidad de plasmar de alguna manera, en palabras escritas o en canción o en arte, eso que quema, que duele, que lastima. Pienso también en cómo no somos en definitiva jamás nosotros mismos, sino siempre en la relación con alguien, que nos acompaña o que nos destruye, que nos sostiene o suelta nuestra mano, que se nos presenta como una esperanza, como una ilusión más o menos posible, más o menos probable, y entonces uno sigue adelante, hasta que un buen día la ilusión se rompe y entonces. No, ya dije que aquí la cuestión no es la muerte, aunque ella esté, en definitiva, en el trasfondo de todas las cuestiones. Aquí la cuestión es declarar que hay personas que no pueden manejar sus sentimientos, sus impulsos, sus sensaciones, tan fácilmente como algunos otros pretenden que sí son capaces de hacerlo, y hasta es probable que efectivamente puedan, allá ellos. No es mi caso. Y no renuncio a la ilusión, a la esperanza, a los espejismos tontos, a las proyecciones imaginarias, pero sepan que me duele la ausencia, tanto como esta incapacidad que tengo, que dista mucho de ser empecinamiento, de controlar esto que me sucede de la piel para adentro, y lo escribo solamente para que conste, por si alguna vez a alguna persona le interesara conocerme.

 

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