jueves, enero 23, 2014

Diario, página uno

20:40. Llego a mi casa. En realidad es una manera de decir. Primero porque, en rigor, este departamento no es mi casa pues es alquilado. En algún lugar existe un título de propiedad que niega la posibilidad de que legalmente yo lo pueda llamar "mío". Es un espacio a préstamo, con fecha de vencimiento. Pero además, y sobre todas las cosas, tiene que ver con eso que escribí en otro momento, no hace tanto: el hogar no tiene que ver con títulos de propiedad, sino con el hecho de que uno pueda sentir un espacio como realmente propio. Y definitivamente no me sucede eso con este lugar. Yo tuve en algún otro momento una casa propia, un hogar, y sé cómo se siente eso. Subo las escaleras en silencio, abro la puerta, nadie me espera y yo ya sé que nadie me espera. Si esta fuese realmente mi casa -me digo- alguien me esperaría. Cierro la puerta, dejo el libro que vengo leyendo sobre la mesa, me quito la ropa. Me lavo las manos, agarro un huevo duro que quedó de anoche y que hoy se convertirá en mi cena, voy al baño y me siento en el inodoro, mientras ceno. Sé que la imagen parecerá patética, o acaso graciosa, pero así es como sucede. Y mientras estoy sentado ahí, comiendo un huevo duro en el baño, a oscuras, pienso en qué puedo hacer para pasar el tiempo hasta que llegue la hora de dormir. Puse "pasar el tiempo". Podría también haber escrito "matar el tiempo", expresión que también suele usarse, muy a pesar de que las cosas son exactamente al revés: es el tiempo el que tarde o temprano nos termina matando a nosotros. El punto es que no quiero pasar el tiempo, ni mucho menos matarlo, sino aprovecharlo. Me pregunto entonces cómo era antes, antes de este departamento alquilado, antes de este llegar a una casa que no es mi casa, en donde no me espera nadie, para cenar un huevo duro a oscuras sentado en el inodoro, mientras me pregunto qué hacer con el tiempo, con mi tiempo, y no puedo evitar que venga a mi mente esa mujer que hasta hace tan poco fue mi esposa diciéndome que en realidad nunca supe nunca pude nunca supe nunca pude nunca pude nunca supe aprovechar mi tiempo. Ah, si pudieras llegar a saber cuánto te extraño, cuánto te necesito, cuánto te amo desde que no estás conmigo... Y sí, ya sé que todo esto ha sido mi culpa mi gran culpa mi estúpida culpa, porque también sé que he sido un estúpido un imbécil un idiota, pero tenés que saber que las personas en general somos así, que no terminamos de darnos cuenta del valor de las cosas que tenemos hasta que las perdemos, acaso un día vos también me extrañes, cuando yo haya muerto, y te digas que podrías haber llevado las cosas de otra manera. Pero volvamos al asunto del tiempo. Es verdad: antes también el tiempo se me escapaba, inevitable, como agua entre los dedos de la mano. Pero entonces había un proyecto, por difuso que fuese, por descuidado que por momentos pareciera. Estaba el proyecto de ser nosotros, una familia, en esa casa que era nuestro hogar, con nuestra hija, un hogar lleno de errores, pero hogar y refugio. Entonces vivir estaba al resguardo de ese proyecto. Hoy ese resguardo ya no existe. Me voy a dormir. Creo que la cena me ha caído mal. Mañana... ¿será otro día? Sinceramente no lo sé. Desde que no estás conmigo el tiempo ha entrado en una especie de aletargado suspenso.

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