domingo, marzo 29, 2020

Cuarentena - Día 10

No quiero moverme.
O tal vez sí quiera, pero no puedo.
O viceversa.
Las luces hace rato se han ido
y han sido reemplazadas por
un silencio tan inútil como bello
que se impone al tiempo.
Quisiera que la noche dure un siglo.
Deseo que no amanezca,
porque al llegar el día deberé moverme
y no creo que pueda, ni quiera.
Como no quiero ni puedo explicar
por qué mi cuerpo se ha adherido al suelo
y mi alma torpe se ha vaciado
de repente de deseos y sentido.
Observo mis manos y no las reconozco.
Siento un estremecimiento de espanto
ante estas manos que no son mías.
Son las tres de la madrugada.
No hay ni un ruido, ni sopla el viento.
Pero nada durará para siempre,
ni siquiera la quietud de este momento.
Tengo miedo de no volver a moverme.
O de no querer moverme de nuevo,
y de sentirme obligado a hacerlo.
Déjenme dormir.
Déjenme ser y dejar de ser.
Pero, por favor, no me abandonen.
Y sobre todas las cosas,
no permitan que amanezca.


Post Scriptum: Y sí, por supuesto: más allá de las palabras, amaneció, finalmente. Siempre amanece otra vez, incluso cuando también sea cierto que siempre hay quienes no viven lo suficiente como para verlo. Pero al menos hoy, ese no ha sido nuestro caso. Ni el mío ni el tuyo, que estás leyendo esto. Me pregunto si será necesario aclarar que escribir acerca del amanecer, durante la noche, supone una metáfora. O señalar que, como toda metáfora, ésta es ambigua. Porque amanecer puede ser una revelación, mediante la luz que pone fin a las sombras que borronean los contornos, haciendo que cada cosa vuelva a recuperar sus formas y sus nombres. Pero también puede suponer la amenaza del cambio, y por ende un final, el final de un estado que nos sumergirá inevitablemente en otro. Al menos mientras tengamos vida.

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